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Club del Perro de Presa Canario de Las Palmas
EL PERRO DE PRESA DE ANTES Y EL DE AHORA
( Clemente Reyes Santana)
Quien no ha oído de sus padres o abuelos, vetustos relatos sobre correrías infantiles, en las que al intentar saltar la tapia
de alguna finca se encontraran con un perrazo cabezudo que les diera un tremendo sobresalto.
Muchos jóvenes de la época rondaban los lindes de las huertas con la pueril intención de asaltar las higueras, nísperos o naranjeros
cargados de tentadora fruta, sin sospechar siquiera que muros adentro podía encontrarse un temible centinela que con sólo
asomar la cabeza ponía en fuga a cualquier intruso.
Pongo esta escena como muestra, porque muchos de nuestros mayores tuvieron experiencias similares
que aún no han olvidado y que, a poco que se les induzca, reviven en su dilatada memoria.
De esta manera tan espontánea conocieron algunos a nuestro ancestral moloso isleño, nuestro perro de presa tradicional,
que fue común en casi todo el Archipiélago –principalmente en las Islas capitalinas- y que tantos disgustos causó a los amigos
de lo ajeno.
Pero la mayoría de los que recuerdan al perro de presa de antaño, intimaron con él presenciando un espectáculo propio de otros
tiempos -pero usual hasta los años sesenta de la pasada centuria- y que no era otro que el popular deporte de la pelea de perros,
otrora tan común en nuestros campos. En esta función se curtió durante siglos un animal llegado de otras tierras, que inició sus
andanzas en las Islas casi inmediatamente después de finalizada la conquista castellana. Con los colonos andaluces, manchegos,
gallegos, mallorquines y un largo etcétera de inmigrantes peninsulares, que arribaron a Canarias con la promesa de un futuro
prometedor, vinieron sus enseres, herramientas, simientes, usos, costumbres, labores tradicionales, ganadería y animales
domésticos.
Es un hecho contrastado que nuestros ancestros prehispánicos cultivaban la tierra y pastoreaban ganados de cabras y, más
tardíamente, también de ovejas. Pero además criaban una variedad de cochino africano y un perro de pequeño tamaño, que los
primeros cronistas denominaban “gozques”. Algunas crónicas se hacen eco de la curiosa costumbre aborigen, arraigada entre
algunas tribus bereberes del Norte de África, de incluir pequeños perros castrados en su ingesta alimenticia.
Este uso ha sido señalado por la historia y confirmado por la arqueología, datándose principalmente en la Isla de Tenerife.
Las características de los perros aborígenes, más similares al Dingo australiano o al primitivo Basenji, originario del vecino
continente africano, permiten considerar que nuestro perro de presa carece de raíces prehispánicas. Pues el tronco de los molosos
tiene poquísimas similitudes con estos tipos caninos, su área de distribución es bien distinta y, por último, es impensable que una
sociedad primitiva, como la guanche, tan escasa de recursos, pudiera sostener molosoides con estas peculiaridades.
Bien al contrario, existen datas, cédulas y referencias históricas que confirman la llegada a las Islas de abundantes variedades
caninas presentes en la Península en torno a los siglos XV y XIV.
En el continente ya se empleaban los perros de presa como herramientas de guerra durante la reconquista castellana, como animal
de agarre en las monterías y para asir al ganado vacuno, desde tiempos inmemoriales. Estos primeros gladiadores, procedían de
dos familias diferenciadas pero emparentadas entre sí, de procedencia fenicia y romana –inicialmente- y bárbara
(de los pueblos Alanos), más tarde: el Dogo y el Alano.
Los Dogos eran animales robustos, más pesados que sus parientes de rehala y, por lo general, se empleaban en el agarre
de reses, tanto como auxiliar de los carniceros como en la “suerte de perros”, tan popular en las lides taurinas y que consistía
en inmovilizar a los toros que no daban la talla en el ruedo, permitiendo así que los alguaciles le dieran muerte.
Algunos estudiosos afirman que el Dogo Español (Dogo de Toros, Dogo de Burgos, Bulldog Español, etc.), constituyó el origen
del mítico Bulldog inglés, hecho fundamentado en la pervivencia de determinadas características anatómicas y funcionales típicas
del moloso hispánico que, pese a la extinción de éste, han permanecido en el presa británico.
El Alano, por su parte, era el rey de la montería y fue objeto de veneración por los señores medievales quienes disponían de
grandes jaurías para la práctica del deporte venatorio. Esa gran afición hacia tal modalidad de caza mayor, perduró en la España
añeja y propició un notable desarrollo del Alano, siendo estudiado en varios tratados de montería y definido con un rigor inusual
para la época. Este versátil perro fue usado –además- con fines militares en la conquista de América, donde produjo varias
estirpes caninas de las que, algunas, aún perviven.
De ambos cimientos se nutrió el presa isleño en los primeros albores de la colonización del Archipiélago. Así podemos encontrar
cédulas de los primeros cabildos, que regulaban la tenencia de estos canes y, de las que se extraen interesantes noticias.
Como ejemplo de ello, se citan las autorizaciones en exclusividad otorgadas para la tenencia de perros de presa a los carniceros
–por usarlos para agarre de las reses- y a ciertos regidores que se valían de ellos para la captura de perros asilvestrados.
El desarrollo posterior de este tipo canino, hizo que llegase a la extinción en su lugar de origen, la Península Ibérica, quedando
reductos en Canarias y en las Islas Baleares, donde se gestó el Ca de Bou o Presa Mallorquín, con similares funciones
a su pariente canario.
A finales del Siglo XVIII se empiezan a asentar en Canarias un buen número de comerciantes y empresarios británicos que van
dejando muestras de su cultura y costumbres, mayormente en las Islas de Tenerife y Gran Canaria. Hacendados, comerciantes, i
ntermediarios, concesionarios y otros emprendedores ocupan la exportación de productos hortícolas al continente e impulsan
infraestructuras fundamentales como el Puerto de La Luz. El intercambio comercial y el tránsito de buques británicos propicio
la llegada de perros de presa anglosajones, que se cruzaron con las poblaciones locales de canes ibéricos, asentadas con
anterioridad. Probablemente el popular perro de la tierra, compañero inseparable de nuestros lugareños y conocido en
Gran Canaria con varias denominaciones diferentes, como Perro del País, Bocanegra, Perro Canario y Perro de Ganado,
no fuese otra cosa que descendiente de aquellos Alanos de la Era de las colonizaciones.
Esta posibilidad viene avalada por los usos tradicionales del perro isleño, manejar el ganado vacuno
–con el que se desenvolvía a la perfección- la pechada ocasional y la guarda de moradas y fincas.
El Perro de la Tierra, según los viejos peleadores, fue componente fundamental en la gestación del presa contemporáneo, una vez
retemplado con sangres británicas como el Bulldog, Bullterrier y, quizá en menor medida, el Mastiff o el Bullmastiff.
De las dos primeras aportaciones no cabe la menor duda, ya que durante la primera mitad del siglo pasado constituyó un hábito
constante el cruce con los perros que llegaban a las haciendas británicas, o que viajaban en barcos ingleses.
Tal incidencia fue mayor en las zonas cercanas a la capital, dado que el Puerto de la Luz constituía un foco de irradiación de estas
razas y, cuentan los porteños que tardaban más en enterarse de la llegada de buques con perro a bordo que en llevarles sus
perras del país a cruzar. Otras veces eran los propios hacendados foráneos quienes traían por encargo, desde las Islas Británicas,
perros del tipo Bull. Entre ellos Mr. Leacock, que importó, al menos un Bullterrier y una hembra de Mastiff, para empleados de sus
fincas.
En el centro de la Isla la influencia externa era mucho menor. El aislamiento y la abundante presencia de perros propios del país,
adaptados a los usos y tareas campesinas, hizo que se cruzasen entre sí, consolidando importantes castas en las zonas
de Artenara, Valleseco, Altos de Gáldar y Guía, entre otras.
También el Perro Majorero tuvo contacto con estos animales, pero creemos que en Gran Canaria no se le usó demasiado.
El Perro del País poseía mejores cualidades para la pelea que el can de Maxorata y se encontraba muy difundido por toda la
geografía de la Isla redonda. Ello, a pesar de que el Majorero de antaño distaba mucho del actual. Su rotunda constitución,
su maña con el ganado cabrío y su bravío temperamento lo hacía idóneo para la guarda y el pastoreo.
Con estos mimbres y con notables altibajos en la cría, motivados por las fluctuantes modas de las peleas, se fue asentando un tipo
de moloso distinto a los continentales, criado por su funcionalidad pero poco selecto en su morfología. Cuando renacía el auge
luchístico se incrementaba la cría, pero al descender éste, la recesión debía ser tremenda. Así se dieron dos épocas doradas en l
as riñas caninas de nuestra Isla. La primera se desarrolló en el primer cuarto del Siglo XX, de la que no quedan casi testimonios.
Y la segunda, en los años cincuenta de la pasada centuria, tras superar las dos grandes guerras mundiales y la civil española.
Tras ellas, sobrevino un periodo de decadencia canina para los molosos del país, puesto que la llegada de razas foráneas,
la persecución de las peleas y el patológico desinterés de los naturales por su patrimonio, casi acabaron con nuestros canes
vernáculos.
La cinefilia actual, calco de la anglosajona de principios del siglo pasado, basada en la mejora y valoración de la morfología canina
por encima de cualquier otro concepto, invadió lentamente Europa y España, por su puesto. Esta afición se implantaba en
Canarias a finales de los años setenta, coincidiendo en el tiempo con una paulatina preocupación por conservar nuestras señas
de identidad. Este importante movimiento cultural estimuló el rescate de nuestras razas autóctonas, entre las cuales se encontraba
el Perro de Presa. Gran Canaria y Tenerife abanderaron las acciones de rescate, creándose organizaciones y agrupaciones de
aficionados y promoviéndose muestras y exposiciones locales que lo sacaron del olvido. Difundida su existencia a otras tierras,
se le aplicó, por primera vez el calificativo de “canario”, ya que –hasta entonces- se le conocía llanamente como Perro de Presa.
De tal manera generó interés este perro, que la fiebre “presística” comprometió en demasía su futuro.
La población existente en aquellos momentos constituía un reducto muy escaso, que en Gran Canaria se componía únicamente de
dos linajes y un número total de ejemplares que apenas superaba la docena. El panorama tinerfeño no debía ser muy distinto.
A Tenerife se habían enviado cinco perros grancanarios y allí existían unos pocos ejemplares enrazados de Bulldog y Gran Danés.
En aquella situación, para llevar a cabo una recuperación en toda regla habría de contarse con un riguroso plan de cría
y emprender un trabajo que podría estimarse en diez años, pero las prisas de algunos, y un tercero en discordia –don dinero-
que no había sido invitado, produjeron un “boom” imparable de imprevisibles consecuencias.
Por un lado las dos asociaciones de criadores más representativas, luchaban desde sus respectivas Islas por acaparar todo
el protagonismo y adelantarse a la otra y muy pocas veces por trabajar conjuntamente. Por el otro, la excesiva popularidad que
alcanzó en poco tiempo el perro (mucho antes de que se pudiese considerar una raza) produjo una demanda monstruosa de
cachorros y todas las consecuencias añadidas. La aparición de una multitud de nuevos aficionados –desconocedores de la
raza- atraídos por las fáciles ventas y el frecuente afloramiento de cruces de todos los gustos, fomentados por el negocio fácil,
terminaron por inundar lo que debió ser una recría controlada. En poco tiempo se desbordó a la limitada población nativa, que
–por su escaso número- llegó a parecer rara, frente a los numerosos misceláneos de moderna factura, contribuyendo así a
una mayor confusión.
Sirva como muestra que en 1989, una vez reconocida la raza, los primeros vencedores procedían de una hembra Bullmastiff
pura y de un macho cruzado de Bullterrier, Mastín Napolitano y Majorero. Por sus venas no corría absolutamente nada de sangre
de presa canario.
En este orden de cosas, la recuperación del perro de presa tradicional supuso, más que su recría, una reconstrucción total y ajena
–por lo general- al conjunto originario.
A ello se han de añadir las diferentes tendencias de cría adoptadas en cada una de las Islas mayores.
De tal manera que en Gran Canaria se criaban perros funcionales orientados a la lucha y la guarda, mientras en Tenerife
se decantaban por un animal de exposición, más preocupados por la belleza que por otros aspectos raciales.
En Madrid se otorgó el reconocimiento oficial al Club de Tenerife, concediendo toda la representatividad a dicha asociación,
ante las diferencias y contrasentidos existentes en Gran Canaria. A partir de aquel momento sólo se produjo un breve acercamiento
entre ambas aficiones a la hora de determinar un patrón racial conjunto, que recogió las dos tendencias de cría implantadas en las
Islas. Luego vinieron los jueces –tinerfeños, mayoritariamente- los registros de raza -orientados al tipo tinerfeño- las calificaciones
en concurso –recaídas abrumadoramente en perros tinerfeños- y un largo etcétera de distanciamientos insulares que más pronto
que tarde habrán acabado con las castas históricas de esta Isla.
El último puntillazo ha sido el cambio de denominación racial aceptado por el Club Tinerfeño. Por un antojo de la Sociedad Central
Canina, que recelaba del nombre originario (Perro de Presa Canario), con insulsos argumentos, tales como su vinculación a las
peleas caninas o la cándida pretensión de eliminar cualquier vinculación a su origen histórico, chantajearon a nuestros vecinos,
so pena de oponerse al reconocimiento internacional de la raza. El Club tinerfeño cedió, sin contar con la afición grancanaria,
aprovechando la coyuntura para dar otra vuelta de tuerca al patrón racial que, prácticamente, ya no admite al tipo que se cría
en la Isla redonda.
Las polémicas diferencias entre los arquetipos de ambas Islas, se basan en unos pocos aspectos.
El primero de ellos es el temperamento, cuya conservación preocupa poco a la provincia occidental, mientras que aquí se considera
fundamental para la utilidad del perro. Aquí no se mantendría un perro débil de carácter o tímido, mientras que al lado se criaría con él.
Otro lo constituye el color de la capa, donde existen fuertes diferencias. Mientras en Gran Canaria se aceptan capas con pigmentación
en blanco (en más de un 40 %) y se admite la capa negra –una característica propia del perro de Las Palmas- en la otra
provincia se prohíben, defendiendo las capas leonadas y bardinas sin atisbo de blanco. El color negro está totalmente excluido.
Y por último el tipo. Lo que algunos jueces ocultan eufemísticamente bajo el paraguas de la “expresión”.
Este conjunto de rasgos viene dado, fundamentalmente, por la procedencia genética –que es distinta en ambas Islas-
y la que no encaja con la tinerfeña es rechazada por sistema usando la excusa de su “falta de expresión”.
En esta tesitura, en pocos años habrá desaparecido cualquier vestigio de las líneas de sangre grancanarias y la avalancha
de presas tinerfeños nos habrán colonizado definitivamente. El panorama futuro es bastante negro para el tipo insular, si bien existen
colectivos que ya se plantean su conservación al margen de la cinofilia oficial y atendiendo, por encima de otras consideraciones,
a su funcionalidad y aptitud para el trabajo, así como a la conservación del torrente genético de nuestras cepas caninas.
CLEMENTE REYES SANTANA
Noviembre de 2004
Publicado en la revista digital Bienmesabe.org el 9 de diciembre de 2004.
http://www.bienmesabe.org/noticia.php?id=168&t=1102556767&s=0
Registro Nacional de Asociaciones del Ministerio del Interior
con el nº. 595790.
Inscrito en el Registro Nacional de Asociaciones del Ministerio del Interior con el nº. 595790.